Trabajo presentado por el Magistrado Julio Aníbal Suarez y Pedro Gil Turbides, sobre La Libertad Religiosa en la República Dominicana.
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Tomado de la Pagina Oficial de la Suprema Corte de Justicia
Protección internacional de la libertad religiosa: Puesta en práctica nacional.
Enfoque dominicano.
LA LIBERTAD RELIGIOSA EN LA REPÚBLICA DOMINICANA.
Autores: Pedro Gil Turbides ° Julio Anibal Suarez °°
1. introducción al tema.
1.1 Derecho Indicado por la Naturaleza.
Aunque inclinaciones del ser humano hacia la secularidad, impulsadas por la tendencia al bienestar como fin propio de la existencia, el placer sensual como medio para encontrar satisfacciones y la consecución de comodidades como meta material de la vida, tienden a restar cada vez más inclinación del ser humano hacia su Creador, es también cada día más acentuado el fervor de cuantos están convencidos de que una Verdad Suprema, la Eterna Sabiduría, llama a nuestra conciencia en cada minuto de la existencia terrenal.
Numerosas observaciones realizadas por médicos en ejercicio de su profesión o dedicados a investigaciones han contribuido a dar seguridad de que Dios se hace presente en la vida de los seres humanos, y actúa en respuesta a los actos de fe, ostensibles estas observaciones, en procesos de curación. Tales estudios son secuela de esos actos de fe sostenidos por personas en particular, o por comunidades de creyentes que mediante la oración permitieron a pacientes en condición terminal obtener mejor calidad de vida en las horas finales de su existencia, o, en otros casos, alcanzar recuperaciones inexplicables para las ciencias médicas.
Las vivencias de la fe pueden resultar de la inspiración y práctica individual, pero el ser humano encuentra, y lo ha practicado a lo largo de milenios, que la religión es más un sentimiento expresable en la comunidad, y que como en casi toda obra humana de característica social, es una comunidad de intereses, o, en el caso, una comunidad de altruistas intereses iluminados por ese Espíritu de la Verdad Suprema, al que llamamos de manera distinta en unos pueblos y en otros, aunque generalmente identificamos como Dios.
El que prevalezca en una enorme mayoría la inclinación a procurar nexos con Dios, por encima de adversas situaciones de vida social y política, lleva a esos creyentes a tener la seguridad de que Dios trasciende el poder humano, y ha inscrito en sus conciencias su imagen misma, por lo que su búsqueda, la inclinación a tratar con Él, constituye más un Derecho Natural que un Derecho Positivo, aunque del surgimiento de las creencias formales a través de las cuales se le reconoce o se le invoca, deriva el establecimiento de la legislación que ampara ese Derecho.
Tratadistas del Derecho que han incursionado en el campo de la Filosofía sostienen que muy tempranamente en la vida de la humanidad, cuando aún muchas naciones sacrificaban a sus congéneres, al triunfar unos pueblos sobre otros en luchas territoriales o de otras causas, o en la creencia pura y simple de que ello era reclamado por una fuerza sobrenatural que los impelía a ello, el sentido jurídico se adelantaba en la intuición de tales seres primitivos, al compulsar especies de juicios, expeditivos o ponderados por el clan, o por quién en éste ejercía la jefatura, lo que no era más que un proceso de evaluación de los modelos de vida social desde el Derecho Natural al Derecho Positivo.
“El individuo resulta excluido del grupo si viola la usanza (regularidad de las acciones y especialmente de las omisiones) y ofende, de esta manera, la divinidad que preside a la observación de la usanza.
“La muerte del culpable, sacrificado al dios para aplacarlo (cuando no se considere que sea la propia divinidad que lo castigo por venganza, o que castiga a todo el grupo al que pertenece el culpable) revela una primera forma rudimentaria de relación jurídica, si bien todavía bajo la forma de institución religiosa: lo que luego se llamará sanción penal o castigo del culpable es, inicialmente, un rito. Pero con eso se da lugar a la formación de una norma mediante una sentencia, o sea, para la enunciación de una regla de usanza (aquella que ha sido violada) la cual expresa una voluntad sobrenatural” (Sforza, Cesarini, “Filosofía del Derecho”, colección Breviarios del Derecho
47, Ediciones Jurídicas Europa América (Ejea), Buenos Aires, 1961).
El reconocimiento del Derecho a tener una creencia en Dios bajo cualquier denominación, o la protección a ese Derecho, si nos atenemos al razonamiento expuesto, se encuentra en una indisoluble relación entre los usos sociales de ayer y de hoy, y el surgimiento de la norma jurídica y de la ley, pues si bien la inclinación hacia la creencia surge en una gran mayoría de seres humanos que desde el principio de los tiempos se aferra a su búsqueda más allá de sus conciencias y prácticas, privadas o públicas, las faltas a esas prácticas públicas
o los daños sufridos por el grupo, e imputables a esas faltas, se traducen en una temprana expresión de la norma jurídica que, por supuesto, se transforma conforme evoluciona el propio grupo social.
La ley, formal enunciación de cuanto se convierte en una decisión ordenadora o reguladora del grupo social, no hace sino convertirse en basamenta de todo cuanto la persona humana ha presentido como conveniente
o indispensable para la convivencia y el trato continuado de los individuos entre sí, o de los individuos con los órganos intermedios creados dentro de las comunidades civil y política, y de estos órganos y los individuos con la sociedad; y todo ello, cuanto ha entendido como conveniente o indispensable, es lo que ha sobrevenido con el paso del tiempo como resultado de la acumulación de experiencias o la transferencia intercultural de experiencias, convirtiéndose en el sustrato jurídico que anima la calidad del acto de civilización.
Pero la ley no oculta, ni abroga o suplanta el otro Derecho, aquél que actuando desde la misteriosa e ignota conciencia humana, impulsa a la generalidad de los seres humanos que han sido formados en el núcleo familiar hacia una clara concepción entre el bien y el mal, adoptando lo que se define como una conciencia moral, el que los conduce a actuar sin sujeción a compromisos de grupos y parcialidades, sin ataduras propulsadas por conveniencias, a inclinarse a favor del desvalido y del necesitado, de quien tiene necesidad de amparo y de justicia en un instante determinado; Derecho este otro vinculado con los que se perciben como inmanente principios de vida y convivencia social.
Esta otra forma de Derecho ha cobijado a grandes mayorías de la humanidad que han querido inclinarse siempre, o cuando asume la persona humana esa necesidad de hacerlo, hacia Dios Creador, fuente de fortaleza emocional o inspiración; y de esta irrebatible verdad deriva lo que se ha observado secularmente, cuando personas que han debido ocultar sus creencias las hacen renacer en épocas propicias, tal como lo acontecido en tiempos recientes, a raíz de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuando ciudadanos de todas las sociedades en las que la prédica del ateísmo constituyó oportunidad de privilegios, resurgieron pregonando o viviendo esas creencias, con la vuelta a los templos para reconducirse sin el sufrimiento de vejámenes, hacia una forma de Verdad guardada en sus conciencias por encima de la verdad oficial o verdad del partido único.
Rafael Bielsa (“Metodología Jurídica”, Librería y Editorial Castellví, Santa Fe (Arg.), 1961), sostiene que esta otra forma de Derecho mantiene un lugar bien conquistado, “pues se ha encontrado con otras tendencias o escuelas que durante períodos –algunos largos- desplazaron a ese Derecho de su lugar bien conquistado y merecido, aunque sin poder extinguirlo, porque la enorme pujanza del substratum de justicia y de moral y su sentido de universalidad han asegurado la vitalidad del mismo”, es decir, el Derecho Natural (pág. 347).
Y es, a partir del mismo, en donde prácticamente toda forma de Derecho encuentra la raíz, y de donde debe partirse para entender la necesidad de los Estados de considerar la protección del derecho de las gentes a profesar su fe en un Creador Supremo, guía y sustento emocional de sus vidas.
2. Su discurrir en la República Dominicana.
El vigente texto de la Ley Fundamental de la República Dominicana consagra en el numeral 8 del artículo 8 de la sección I del Título II, el Derecho de la Persona a practicar las expresiones de fe a que se avengan sus deseos o inclinaciones. En efecto, se lee en el citado numeral que se reconoce “la libertad de conciencia y de cultos, con sujeción al orden público y respeto a las buenas costumbres”.
En forma más específica varias disposiciones legislativas establecen que en el ejercicio de actividades determinadas no se producirán o aplicarán privilegios
o actos de discriminación basados en las creencias de las personas.
No siempre se concibió de este modo la protección del derecho al ejercicio de una creencia, sino que con la fundación de la República, tal vez por el influjo que muchos sacerdotes católicos tuvieron sobre gran parte de los conjurados que trabajaron para la proclamación de la Independencia, y el papel de otros en la redacción de la Ley Fundamental votada y proclamada el 6 de noviembre de 1844, se consagró que “la Religión Católica, Apostólica, Romana, es la religión del Estado; sus Ministros, en cuanto al ejercicio del ministerio eclesiástico, dependen solamente de los prelados canónicamente instituidos” (Art. 38, Capítulo II, Título III).
Ello no obstante, el artículo 14, el primero de los mismos Capítulo y Título citados, establecía que “los dominicanos nacen y permanecen libres e iguales en derecho, y todos son admisibles a los empleos públicos, estando para siempre abolida la esclavitud”.
Celo e influjo eclesial pueden ponerse por entonces de manifiesto en muchos aspectos de la vida dominicana, pero de manera particular aparecen los mismos en el texto del artículo 29 del Bando de Policía del Ayuntamiento de Santo Domingo, que expresaba que “se prohibe el hacer bailes, cenas ni otras diversiones profanas bajo pretesto (sic) de fiesta de Cruz u otras imágenes, velaciones y demás ejercicios de piedad que se profanan indecorosamente con esa mezcla de religión e inmoralidad, bajo pena de cuarenta y ocho horas de cárcel y diez pesos de multa contra el amo de la casa” (Votado el 27 de junio de 1845).
El texto constitucional de 1844, citado, en el artículo 208 del Título XI, comprometía al Estado Dominicano a la procuración de un convenio con la Santa Sede, que no se suscribió sino ciento diez años más tarde. Debe consignarse, sin embargo, que ese texto no hacía sino reivindicar a favor de la autoridad pública del país, el derecho a decidir, o al menos influir en la designación de los Obispos, y señalaba que, mientras ese convenio no se concluyese, estas y otras decisiones se asumirían “conforme a los sagrados Cánones”.
El texto completo de este artículo reza como sigue: “El Presidente de la República está autorizado para de acuerdo con el Diocesano, impetrar de la Santa Sede a favor de la República Dominicana, la gracia de presentación para todas las mitras y prebendas eclesiásticas en la extensión (sic) de su territorio; y además para entablar negociaciones con la misma Santa Sede a fin de efectuar un Concordato. Hasta entonces los asuntos puramente eclesiásticos serán decididos conforme a los sagrados Cánones”.
Este acuerdo, suscrito con la Santa Sede Apostólica fue suscrito finalmente en 1954, y por el mismo se reconoce la personalidad jurídica internacional de ésta y del Estado/Ciudad del Vaticano. Este convenio suscrito por los representantes plenipotenciarios de ambos Estados, Monseñor Domenico Tardini por el Vaticano, y Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina por República Dominicana, fue firmado el 16 de junio de 1954, y ratificado por el Congreso Nacional de la República Dominicana, el 10 de julio siguiente.
III. LA RELIGIÓN EN LA COLONIA.
3.1 Los Cemíes Aborígenes.
El viaje de descubrimiento impidió que se conociesen lo suficiente los pueblos que entonces se encontraban, como para saber que diferían en la noción que los iluminaba sobre Dios y los modos de glorificarlo; pues todavía al encontrar Güanahaní, en el archipiélago de las Lucayas, al norte de las Antillas, hoy conocidas como islas Bahamas, el descubridor, don Cristóbal Colón, andaba tras Cipango, para desde aquí encaminarse hacia las Molucas, Ceilán y la India, pues únicamente este encuentro lo justificaría ante la corona española, a cuyos reyes, Fernando e Isabel, prometió llegar por la vía marítima, a través del mar Océana, a las tierras de donde llegaban a los europeos, mediante costosas caravanas que cruzaban desérticos suelos del Asia, las especies que se procuraban por este diferente camino.
Debido a las dificultades en la comunicación entre los aborígenes de estas islas y los europeos ocupantes de una de las naves españolas, los descubridores son reenviados hacia el sureste del lugar en que se hallaban, lo que permite tocar las costas del noroeste de Cuba y tras Cipango, las de la isla Bohío, Babeque, Quisqueya o Haití, a la que Colón bautizará como Hispaniola, y que luego se denominará, hasta el presente, Santo Domingo. Aquí, en esta última, tendrá Colón el primer contacto personal y directo con aborígenes de estas islas, y se iniciará el proceso de conocimiento de ambas culturas, sobre todo a partir del segundo viaje del Almirante.
Será entonces que los españoles conocerán de las creencias de los habitantes de estas islas, y comenzarán a darse cuenta de las diferentes formas de culto ofrecidas al Creador, aunque, debido a sus muy particulares ideas, los españoles entenderán que los aborígenes más bien rendían culto a deidades satánicas.
Esta última idea la transmiten Rodrigo de Escobedo y Rodrigo de Triana al descubridor cuando, de retorno a la nave ocupada por el avezado marinero tras varios días internados en la isla, le rinden un informe sobre la forma en que fueron recibidos ambos en Cacuma, poblado que correspondía a la región de Marién, que se hallaba bajo la jefatura de Guacanagarix, aborigen con el cual los españoles mantendrán intenso y frecuente contacto y que será víctima, años más tarde, de la vesania de un bandolero como lo fue Francisco Roldrán que, alzado contra los Colón, decidió quemar el batey o poblado en que residía la corte de este rey aborigen, con el pretexto de que era amigo, confidente y colaborador de don Cristóbal y de sus hermanos, don Bartolomé y don Diego.
Fueron recibidos ambos en la corte, en un amplio bohío que se encontraba en el centro de una plaza, conforme lo describió Escobedo en su informe, y en donde los dos españoles intercambiaron regalos con el cacique y con integrantes de la corte de esta Provincia del noroeste de la isla, pero los regalos fueron llevados a otro bohío, tan amplio como éste en que fueran recibidos, y que se hallaba al otro lado de la plaza, de frente al que servía de asiento al rey, y encontraron unas figuras que Escobedo señala de horrendas, y que calificó como satánicas, cuando entendieron, por los gestos y señas que se hacían -que era como intercambiaban-, que debían rendir culto a esas figuras, hechas unas de madera y algodón de colores, con incrustaciones en pepitas de oro, y otras de barro
Escobedo y Triana se sobrecogieron, y aunque permanecieron en el local, se abstuvieron de participar en los festejos que incluyó una ceremonia con música tocada con atabales, flautas y maracas, y que después, con el paso de los años, los españoles entendieron que formaban parte de las celebraciones rituales propias de estas gentes, desnudos casi todos, con la excepción de los buitíos o sacerdotes que presidían la ceremonia y presentaban los regalos hechos un poco antes por los dos españoles, en manos del cacique y los integrantes de su corte.
Pese a la íntima reacción de reproche que hicieron ambos, y que transmitieron al descubridor en el informe que rindieron varios días más tarde, al reencontrarse, estos españoles se permitieron mantener una actitud comedida y de respeto a cuanto contemplaron en ese primer encuentro entre dos pensamientos y dos culturas diametralmente distintas, separadas no sólo por la inmensidad del mar Océano, como entonces se denominaba al que más tarde habría de llamársele Atlántico, sino divididas también por siglos de transformaciones, pues estos habitantes de las islas hasta entonces tocadas por las tres naves españolas se encontraban en el más tarde denominado período paleolítico de la humanidad, en tiempos en que Europa asistía a cambios profundos que la condujeron al Renacimiento y a la edad Moderna.
Los cronistas no consignan la reacción del descubridor frente a la parte del relato de aquellos a quienes envió una semana antes a indagar sobre las características de esta tierra y estas gentes; pero cabe señalar que algunos días después, cuando la carabela Santa María chocó con un banco de arena y se abrió la quilla, Guacanagarix dispuso auxiliar a los españoles y sacar la carga de las bodegas, de donde devino el dejar a un grupo de 35 navegantes que se albergaron en una especie de torre de maderos, levantada por carpinteros españoles, con la ayuda de mano de obra nativa, puesta al servicio de los europeos por el cacique.
Los españoles viajaban acompañados de tres lucayos, a los cuales el descubridor invitó en Guanahaní para que los acompañase, y como resultado del trato mantenido con los de la parte noroeste de la isla, el cacique dispuso que dos de sus hijos y otros cinco aborígenes viajasen también en la vuelta de las dos naves que quedaban, a España.
Casi todos los llamados “cronistas de Indias” (los padres Francisco López de Gómara, Pedro Mártir de Anglería, Bartolomé de las Casas, y Antonio de Herrera) cuentan que estos aborígenes causaron sensación en la corte española, que en marzo de 1493 se hallaba instalada en Barcelona, y como resultado del contacto de estos nativos de las nuevas tierras y los monarcas españoles, y los miembros de la corte, los aborígenes, por boca de uno de los hijos de Guacanagarix, pidieron ser instruidos y bautizados en la fe cristiana. Mártir de Anglería, que llegó a tener en su casa a uno de éstos, y que lo presentó a miembros de la corte que lo visitaban (él era miembro del Consejo de Indias, creado entonces), piensa que tal vez el descubridor, o quizá uno de los integrantes de la tripulación, lo prepararon para ello.
Como haya sido, lo cierto es que aquello sorprendió a la reina Isabel la Católica, que dispuso que en el segundo viaje del descubridor, hecho ya Almirante, se trajesen sacerdotes católicos y se iniciase un proceso de evangelización, que fue iniciado con los mejores auspicios, pero que, con la explotación de mano de obra aborigen casi en condiciones de esclavitud, fue modificándose el trato entre ambos grupos de nacionales, y en buena medida, aunque el proyecto de evangelización cumplió sus objetivos, recibió críticas de sacerdotes como el padre Las Casas, quien, en uno de sus escritos censura acremente el trato ofrecido a los nativos de las tierras descubiertas a este lado del mundo, y llega a presagiar que España habría de sufrir grandemente como resultado de las persecuciones y atropellos infligidos a estos nativos del Nuevo Mundo.
De todas maneras, los cambios de creencias fueron cumplidos con respeto a la persona de los adoctrinados, sobre todo en la isla Española o de Santo Domingo, como ya comenzaba a denominarse, y las Cédulas Reales emitidas cuando ya los Colón no tenían influencia alguna sobre los procesos de descubrimiento y conquista, previeron este trato considerado en asuntos del trabajo agrícola o la procuración del oro.
En cambio en la parte central del continente, y aún en otros lugares como en la tierra de los incas y quitos ( actuales Perú, Ecuador y partes de Bolivia y Chile), la predicación conllevó escenas de violencia, tal vez porque en no pocos casos a los españoles causaba espanto el observar que muchos de los pueblos eran antropófagos; y aunque estas afirmaciones puedan admitirse como excusa, es preciso leer relatos como los de López de Gómara y Mártir de Anglería para entender, en una época distinta, separada de los tiempos de hoy por casi cinco siglos, el comportamiento de hombres como Hernán Cortez.
Imbuido del papel que se abrogó, este descubridor y conquistador impuso con violencia las creencias cristianas, y ambos cronistas cuentan, tomando al propio Cortez como fuente de sus relatos, que él mismo, y algunos de sus capitanes, echaron a tierra las imágenes de los ídolos en los templos de Technotistlán y en otras ciudades de los diversos pueblos dominados por las fuerzas españolas, contra consejos y previsiones de algunos de los capitanes que lo secundaron en aquellas luchas.
3.2 Surgimiento de la colonia francesa en Haití.
La vida de la colonia de Santo Domingo pasó de ser el centro de gobierno de las tierras descubiertas, a un olvido absoluto de la misma, al extremo de que todavía en los años primeros del siglo XVI, la ciudad de Santo Domingo era un puerto de paso para los aventureros, descubridores y conquistadores que se dirigían a tierra firme, en busca de riquezas y facilidades que no eran ofrecidas por la abandonada colonia. En los días de la Regencia del Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros fueron designados sacerdotes benedictinos para gobernar la colonia, que aún era centro gubernativo del Nuevo Mundo, pues en su ciudad capital residía la Real Audiencia que regía las políticas de descubrimiento y colonización y dictaba cuantas medidas eran menester para el cumplimiento de la obra que se encomendaba a los responsables por tales actividades en las islas y la tierra firme.
Contemplaron estos al llegar, la desesperanza que reinaba por entonces en la isla, y escribieron al Cardenal Cisneros solicitando se les autorizase a disponer que ningún español que llegase a la isla pudiera salir de ella sino tras varios años de vida y trabajo en la misma, y haber creado una actividad productiva, fuere en la explotación de minerales o la producción de la tierra y creía de animales, pues señalaron lo antes dicho en el sentido de que la colonia de Santo Domingo se estaba convirtiendo en lugar de paso, y a su capital, y a otras de sus villas y ciudades únicamente se llegaba en tanto se obtenían informaciones relacionadas con el potencial enriquecedor de los nuevos territorios que se iban ocupando en la parte de tierra firme.
Esta situación no dejó de llamar la atención de los monarcas europeos, concitados de por sí con las noticias que llegaban a sus cortes, de los viajes de descubrimiento y las riquezas encontradas. Al promediar este siglo los ingleses y franceses comienzan a merodear la isla, a veces tomándola como punto de avituallamiento o asiento para las correrías contra las naves españolas que desde el continente volvían cargadas de piedras preciosas y metales como el oro y la plata, de regreso a la metrópoli.
Por lo general activos protestantes, estos navegantes comienzan a tener contacto con los aislados colonos españoles que residen al oeste de la isla, a los cuales ofrecen mercancías diversas y textos bíblicos popularizados en ediciones de fácil reproducción, lo que llevará, andando el tiempo, a la extraña disposición de abandonar el oeste de la isla para evitar estos contactos, lo que abrirá el camino a los bucaneros franceses que ocuparán primero la isla Tortuga, al norte de la isla de Santo Domingo, y más tarde, en el curso del siglo XVII, el abandonado oeste de esta última. Pronto estos aventureros establecerán para Francia los primeros asentamientos poblacionales que darán lugar a la creación de la colonia francesa de Santo Domingo, más tarde república de Haití.
Una de las primeras informaciones oficiales sobre la presencia de unos y otros la provee a la corte española el Presidente de la Real Audiencia de Santo Domingo, el Licenciado Gregorio González de Cuenca, quien escribió al Rey el 2 marzo de 1581, dándole cuenta de que navíos de irlandeses por un lado, y de franceses por otro, se acercaban a la isla, y realizaban actividades de comercio con criollos y españoles residente en la villa de la Yaguana, comunidad asentada al oeste del territorio, en lo que hoy día es la República de Haití.
Aún antes de que el Presidente de la Audiencia remitiera esta información, oidores (concejales) y vecinos habían escrito a la corona, ofreciendo estas noticias, como en el caso del Licenciado Marcelino Aliaga que al ofrecer noticias al rey sobre diversos acontecimientos acaecidos en la colonia, por relación que enviase el 6 de noviembre de 1577, advertía que seis navíos franceses rondaban la isla con el propósito de negociar con los criollos y españoles, y robar a las naves que, cargadas de mercancías, y oro y plata, retornaban a España.
Estos merodeos fueron perseguidos por las autoridades españolas de la colonia desde la parte final del siglo XVI, y en el inicio del siglo XVII se inició una campaña destinada a producir la despoblación de toda la parte oeste de la isla para reconcentrar estos criollos y españoles en nuevas poblaciones en el interior de la isla; y como resultado de la mudanza de los vecinos de Montecristi y Puerto Plata se fundó al nordeste de la capital de la colonia, la ciudad de San Antonio de Monte Plata, y de la reconcentración de los vecinos de Yaguana y Bayajá se fundó la de San Francisco de Bayaguana.
La principal acusación que pesó contra estos moradores, fue la de que proveían de agua potable a los corsarios y piratas ingleses y franceses, intercambiaban otras mercancías, principalmente alimentos, por géneros textiles y textos de la Biblia escritos en lenguas romance, y mantenían trato con estos hombres ateos. Fue, bajo la gobernación de don Antonio de Osorio, que hacia 1606 se produjo la mudanza, y la fundación de las nuevas villas, basados los funcionarios de la colonia en la intolerancia religiosa, que ni siquiera era compartida por el Arzobispo de Santo Domingo.
Esta forma de intolerancia religiosa, por tanto, permitió a los franceses una lenta pero persistente ocupación de la parte oeste de la isla, y hacia mediados del siglo XVII fundaron en las costas, y luego expandieron, la colonia francesa de Santo Domingo. Esta colonia se levantó en armas contra Francia a principios del siglo XIX, y se emancipó con el nombre de República de Haití.
.3.3 Un Estado vigilante de la vida eclesial.
Hay en la vida de las colonias de Santo Domingo, sucesos que permiten advertir diversas formas de intolerancia religiosa vivida, en el pasado, en el territorio de la isla. Tal vez la más notoria de esas formas de intolerancia, y de persecuciones por causa de la fe, fue la vivida en la isla desde los días del movimiento de los criollos franceses de Santo Domingo y el subsecuentemente levantamiento de los esclavos, que condujo a la independencia política del pueblo haitiano. Tanto en este período como en el inmediatamente posterior hasta la proclamación de la independencia dominicana en 1844, las persecuciones por causa de las creencias religiosas fue una constante en la isla.
El levantamiento de los esclavos determinó el asesinato de muchos de los colonos franceses, y los religiosos que servían en la obra apostólica, no fueron menos castigados que aquellos que representaban la opresión y el abuso; pero esos esclavos, sobrepujando a los criollos, enfrentaron al ejército francés enviado a la colonia del oeste para refrenar el movimiento, y estas fuerzas, diezmadas además por la fiebre amarilla, optaron por la retirada para guarecerse en el territorio de la parte este, cedido, en 1795 a Francia, por el Tratado de Basilea.
. Las fuerzas francesas, animadas del espíritu de la revolución, entraron a los templos católicos y a los conventos, de donde sacaron a los religiosos que no juraron fidelidad al gobierno francés, y los expulsaron de la isla. A aquellos que por razones de salud o edad cedieron ante la imposición de los comandantes de la fuerza invasora, se vieron despojados de los ornamentos sagrados, únicamente se les permitió conservar un Breviario, y pudieron mantener la posesión de un hábito corriente (Coiscou Henríquez, Máximo, “Documentos para la Historia de la Colonia De Santo Domingo”, Impresora Rivadeneyra, 2 ts. Madrid, 1973).
Cuando poco tiempo después el Haití independiente quiso seguir los pasos a las fuerzas napoleónicas, prevalidos los emancipadores de la idea de que con su declaración de separación de Francia entraban en posesión de toda la isla, incendiaron pueblos dominicanos del sur y del norte, como Las Matas de Farfán, Neyba y San Juan de la Maguana, y Moca, La Vega y Santiago de los Caballeros, y asesinando a los sacerdotes que encontraban en aquellos lugares.
Con el sojuzgamiento del pueblo dominicano a partir de enero de 1822, tras la expulsión de España y la proclamación de la posteriormente llamada “independencia efímera”, se llevó a cabo otra campaña igualmente identificable como de persecución o de intolerancia religiosa, pero, la necesidad de alcanzar reconocimiento de su proceso independentista por las grandes potencias, alcanzar un acuerdo con la antigua metrópoli y el pacto con Estados Unidos de Norteamérica para acoger como inmigrantes a esclavos en el período de gobierno de Jean Pierre Boyer, hizo que estas prácticas se relajasen y que la Iglesia Católica lograra alguna forma de convivencia con el régimen, a uno y otro lado de la isla.
Pero aún antes de que se vivieran tales situaciones , en épocas en que el imperio español se proclamaba promotor de la fe católica, alguna forma de control o reglamentación del ejercicio de la fe, era practicado por el Estado colonial, si son analizados con atención acontecimientos diversos ocurridos desde los días mismos del descubrimiento.
La más recordada muestra de intolerancia se presenta en los días en que la colonia de Santo Domingo se consolidaba y, bajo el Virreinato de don Diego Colón, se reforzaba el repartimiento de los aborígenes para constituir lo que históricamente se ha denominado “las encomiendas”, especie de apropiación de la vida –y las tierras- de los primeros pobladores de la isla, y de su agrupamiento bajo la férula de un español, encomendero a quien se le asignaba un cacique o un nitaíno, con familias aborígenes de su dependencia, que se veían obligados a laborar para que el amo español disfrutase su vida en las nuevas posesiones.
Un sacerdote dominico español, el padre Antón de Montesinos, hastiado de contemplar el tratamiento en oportunidades que se daba a aquellos nativos, escogió el tiempo litúrgico del Adviento, y en el primer día de estas celebraciones que recuerdan el nacimiento terreno de Jesús, enfrentó a los españoles en una homilía históricamente conocida como “el sermón de Adviento”, pronunciado por ante el Virrey y los señores de la corte insular, los propietarios y grandes capitanes, que determinó una especie de juicio contra la Orden de Predicadores ante el Consejo de Indias, y una ulterior serie de consultas a hombres como don Francisco de Vittoria que, con el andar del tiempo, dio lugar a la serie de Cédulas Reales que obligaron a ofrecer un tratamiento diferente a los aborígenes. Lamentablemente, los de la Hispaniola prácticamente se habían extinguido, y fue, con el correr del segundo decenio del siglo XVI, que, tras la necesidad de pactar con el cacique Enriquillo, se creó un poblado especial para los nativos que quedaban en la isla.
Al margen de esas consultas, y antes de que se realizasen las mismas, y de que se evacuasen las opiniones expuestas al Consejo, y posteriormente a la Regencia de Cisneros, y más adelante al rey Carlos I (Emperador Carlos V). los dominicos quedaron sujetos a una serie de interrogatorios en el Consejo de Indias, como lo señala Mártir de Anglería, actor de aquellos sucesos y, como se lleva dicho, miembro de dicho Consejo. No era aquello hostigamiento ni mucho menos, pero las quejas de los españoles propietarios de Santo Domingo, molestos por el contenido del “sermón de Adviento”, determinaron aquella especie de juicio cumplido por más de siete años. Pero no es lo único que aparece en la historia.
El 8 de mayo de 1577 el Rey Felipe V emitió una Real Cédula para requerir al Arzobispo de Santo Domingo que revocase un edicto de excomunión pronunciado contra el Presidente y los Oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo, quienes, violaron la inmunidad consagrada a los transgresores de disposiciones jurídicas y normas de vida, y se acogían al amparo de los templos, y penetraron la entonces llamada Iglesia mayor, actual Catedral Primada de América, y sacaron al criminal.
En esa Real Cédula se dice que “Nos somos informados que el Licenciado Cabezas de Meneses, Oidor de la Real Audiencia que reside en esa ciudad, sacó de la Iglesia mayor un delincuente por haber cometido un delito aleve y sin pedirse ninguna explicación de la dicha Audiencia vuestro Provisor excomulgó al Presidente y Oidores y se puso en entredicho a la misma, siendo el caso que el delincuente no gozaba de la inmunidad de la Iglesia” (Incháustegui, J. Marino, investigador y compilador, “Reales Cédulas y Correspondencia de Gobernadores de Santo Domingo, tomo II de la Colección Histórico Documental Trujilloniana, Impresora Gráficas Reunidas, Madrid, 1958, página 567) (La redacción de esta cita fue modificada, pues en la copia del documento original del Archivo de Indias, de Sevilla, figura con un castellano arcaico).
IV. LA RELIGIÓN EN LOS INICIOS DE LA REPÚBLICA.
4.1 La penetración protestante.
Son los norteamericanos los primeros que penetran la isla con prédicas religiosas distintas al catolicismo, años antes de la proclamación de la República Dominicana, con misiones destinadas a la atención espiritual de los grupos de emigrados llegados procedentes de los estados del norte de la Unión Americana, y asentados en la parte de la antigua colonia española, durante la dominación haitiana, en la península de Samaná, y en otros lugares de la isla. El primer misionero lo fue el Reverendo Isaac Miller, de la Iglesia Metodista Episcopal Africana, de Filadelfia, llegado a la parte antigua española de la isla, como acompañante de 200 norteamericanos negros procedentes de esa parte de ese país.
George Lockward Stamers, quien era evangélico metodista, en investigaciones realizadas para determinar cómo llegaron esas expresiones de fe cristiana al país, determinó que Miller vivió en la península por varios años, en donde tuvo familia, y sus descendientes todavía son miembros de la comunidad dominicana de aquella región, y guardan el recuerdo de su antecesor.
Ese viaje se produjo en 1824, año de la llegada de los primeros emigrantes norteamericanos a la isla, como resultado de un convenio suscrito entre el Presidente de Haití, Jean Pierre Boyer y el gobierno norteamericano, resultado de lo cual pudieron venir como inmigrantes para ser asentados sobre todo en la parte este de la isla, 6,000 negros libertos de los estados del norte de Estados Unidos, y el misionero Miller acompañó a cuantos provenían de Filadelfia, por decisión de la Iglesia a la que pertenecía.
Con posterioridad, en 1833, y en interés de ofrecer asistencia espiritual a otros grupos, incluyendo los francoparlantes, la Sociedad Metodista de Londres, agrupación separada de la Iglesia Episcopal, se inclinó porque uno de sus misioneros viniese a la isla de Santo Domingo, designándose inicialmente al Reverendo John Tindall, quien viajó con su familia para establecerse en Puerto Plata, pues la parroquia creada por la Sociedad inglesa cubriría servicios religiosos para Cabo Haitiano, Puerto Plata y Samaná.
Tindall enfermó del hígado y se envió en su lugar a William T. Cardy, respecto de quien Lockward Stamers realizara unas investigaciones que publicó bajo el título de “Cartas de Cardy, Primer Misionero Metodista en Samaná”, (Editora Educativa Dominicana, 1988). Como resultado de sus testimonios documentales, pues Lockward Stamers localizó cartas enviadas por Cardy a sus superiores en Londres, puede afirmarse que las actividades de esos años fueron realizadas con dificultades, pero sin persecuciones, obstáculos ni ensañamientos contra la obra religiosa que cumplieron unos y otros.
En efecto, obstáculos tuvieron, puesto que en esos años no existían sistemas de comunicación apropiados, y Cardy narra en sus cartas dirigidas a la Sociedad en Londres, los tortuosos viajes por tierra que debía realizar para trasladarse de uno a otro lugar, sobre todo entre Puerto Plata y Samaná, pero explica que en los lugares en que pernoctaba, aún cuando denotaba que era un predicador cristiano no católico, no hallaba dificultades, ni fue jamás perseguido por ello.
En Samaná llegó a encontrar algunas formas de irrespeto de parte del comandante militar de la plaza, quien los domingos al atardecer, cuando Cardy reunía a los feligreses que ya había conquistado, o que provenientes de Estados Unidos se mostraban inclinados hacia expresiones del protestantismo, y acudían a sus llamados, reunía a los comisarios bajo su dependencia, y les transmitía las órdenes en alta voz, lo que Cardy llegó a interpretar como intentos de interrumpir sus prédicas; pero fuera de estos intentos de estorbo, ese mismo comandante, a quien no menciona por su nombre, nunca intentó detener sus actividades.
De igual modo refiere que en alguna ocasión, al viajar por comunidades de la península, alquiló casas para dedicarlas un día a su labor pastoral y que, preparándose él para cumplir su misión, llegaba al local alquilado alguna persona vinculada a quien le alquiló para decirle que debía concluir temprano, pues en el mismo lugar se montaría un “fandango” (utliza este vocablo que es un localismo que denota fiesta popular) un poco más tarde. Pero ni siquiera encontró oposición del sacerdote católico, a quien se refiere sin escribir su nombre, y a quien alude señalando que “una persona que no conozca el papismo no puede hacerse una idea de cómo son ellos. El farisaico orgullo y destén resulta tan natural que surja entre ellos. El engaño de la regeneración por medio del bautismo, sus pomposas ceremonias, su aceptación de ofender el día del Señor al traficar con alimentos. La confesión auricular. Milagros pretendidos. Purgatorio y etc., etc., éstos son los monstruosos errores que últimamente he visto bien conocidos en países tales como Inglaterra, pero que siguen campantemente vigentes en las mentes de almas por quienes murió el Salvador” (página 96, ob. Cit.).
4.2 La clerecía católica y la declaración de Independencia.
El que afirme que esas primeras misiones pudieron laborar sin persecuciones ni acciones contrarias a su ministerio no invalida una realidad ya trasuntada de cuanto se lleva dicho, o de cuanto se dirá más adelante, y que se relacionada con el enorme influjo que tiene la fe cristiana predicada por la Iglesia Católica, particularmente influyente en el proceso mismo de la Independencia, ya que el principal promotor de ésta, Juan Pablo Duarte Díez, era miembro de familia que profesaba esta fe, y que hasta el fin de la vida de todos los suyos en esa generación, hicieron ver su inclinación por esta expresión de su religiosidad.
Una hermana del Fundador de la República, Rosa Duarte Díez, quien recogió casi toda la documentación conservada por el patricio, y años después de la muerte del mismo hizo entrega de ella, con una especie de introducción escrita por ella, al Maestro don Federico Henríquez y Carvajal consigna, en la parte que ella escribió, que Juan Pablo era hombre de fe, y que desde muy niño aprendió el catecismo, y lo recitaba de memoria. Cuando expulsados él y toda su familia, incluyendo su madre, e idos a Venezuela, en donde residían parientes, Juan Pablo se fue a las selvas del Orinoco, en donde cumplió tarea de misionero junto a un sacerdote, el padre San Gení, que lo aprovechaba, sus conocimientos, su mística inclinación, para hablarles a los aborígenes de la región sobre el cristianismo católico.
Esa proclividad de Duarte lo condujo a integrar al padre Gaspar Hernández como consejero, tal vez asesor, de los jóvenes que captaba para el movimiento separatista que fundó el 16 de julio de 1838, fecha que escogió, conforme habría de decir años más tarde uno de los conjurados, José Joaquín Pérez, porque era fiesta de la Virgen María (bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen) y porque con las celebraciones en el templo que desde los días de la colonia se consagró a ella (justo frente a la casa de los Pérez, en cuya vivienda se reunieron para constituir el movimiento conspirador) los haitianos no podrían darse cuenta que un grupo de jóvenes se reunía, y por consiguiente, prestarían poca atención a los mismos.
El padre Hernández era peruano, pero el desdén de los altos oficiales haitianos hacia la fe católica, las persecuciones cumplidas contra la clerecía católica en los primeros años después de la invasión, lo inclinaron por la conjura de los jóvenes guiados por Duarte, y, en adición, se dedicaba a escribir a la Capitanía General y Gobernación de Puerto Rico, sobre el estado en que vivía la parte del este. Algunos Boletines del Archivo General de la Nación, publicados en el decenio de 1950, reproducen algunas de esas cartas, en las que hace críticas diversas a los soldados haitianos.
No fue él, el único sacerdote católico que formó parte del movimiento independentista, y como dato curioso cabe consignar que Carlos Nouel, que abrazó el sacerdocio ya en edad avanzada, luego de haber enviudado de una hija de don Tomás Bobadilla, uno de los renuentes integrantes del movimiento separatista, que luego de proclamada la independencia jugó prominentes papeles directivos en la vida dominicana, fue padre del sucesor de Monseñor Fernando Arturo de Meriño Ramírez en el gobierno de la Iglesia, consagrado en 1906 como Arzobispo de Santo Domingo, Monseñor Nouel.
Esa influencia es notoria en el hecho mismo de que Monseñor de Merino y Monseñor Nouel fueron ambos Presidentes de la República, el primero por elección en 1880 y el segundo en medio de una trágica y dolorosa guerra civil en 1914, cargo del que renunció debido, justamente, a que no logró concertar las voluntades de las fuerzas políticas que se alzaban contra la paz de la Nación y que, a poco, y como resultado de sus acciones, dieron lugar a la primera intervención militar norteamericana en Santo Domingo, en 1916.
Tal vez debido a ello, en varias ocasiones se ha consagrado a la Iglesia Católica como religión del Estado, y aunque en la actualidad el texto vigente de la Constitución consagra la libertad de cultos y de conciencia, no es menos cierto que la vinculación de la misma con el Gobierno Dominicano es destacada. Pero esa relación, estrecha si se quiere, no obstaculiza la relación que se tiene con otras denominaciones cristianas.
V. RAFAEL L. TRUJILLO Y LA RELIGIÓN.
5,1 Dos vivencias diferentes.
Como se vio por la firma del concordato, a la administración de Rafael
L. Trujillo correspondió ofrecer las bases para la organización de la Iglesia Católica en la República Dominicana, pero también a él, en las postrimerías de su régimen de treinta y un años, correspondió urdir planes para combatir ese trabajo suyo anterior, como reacción al apoyo del catolicismo a sus contrarios políticos, sobre todo a los involucrados en el movimiento subversivo descubierto en enero de 1960.
Trujillo provenía de humildes familias de la región sur de la República, cercana a la ciudad de Santo Domingo, y una de las ramas, la de la madre, era de vida piadosa, vinculada a don Pedro Alejandrino Pina, uno de los conjurados de la Trinitaria, el movimiento que desde 1838 secundó a Juan Pablo Duarte en los trabajos de fundación de la República. El sentía orgullo de esa parentela, y a su tío Teódulo Pina Chevalier siempre lo distinguió con posiciones honoríficas que lo distinguían y exaltaban. La otra rama, la del padre, se hallaba vinculada a uno de los oficiales españoles llegados al país en el período de la anexión a España, en 1861, de donde provenía el apellido Trujillo.
Los descendientes de don Virgilio Álvarez Pina, sobrino de su tío Teódulo, acaban de publicar una obra, especie de memoria, bajo el título “La Era de Trujillo, narraciones de Don Cucho”, donde don Virgilio cuenta las circunstancias que dieron lugar a la nueva y distinta relación entre Trujillo y la jerarquía católica, y que condujo a persecuciones y asesinatos de seminaristas y sacerdotes, y a una campaña de descrédito contra los Obispos.
En el curso de los años de 1930 a 1960, Trujillo se constituyó en el gran protector del catolicismo, al extremo de que hizo llegar órdenes religiosas, de monjas y sacerdotes, para que organizasen instituciones educativas que han servido, desde los años de 1932 en adelante, cuando inició aquellas tareas, hasta la fecha, como puntales de la educación básica y media, y la Iglesia como institución, no sólo para que se dedicase a las tareas de prédica del Evangelio, sino en la obra de organización de la vida de las familias, decaídas por los siglos de abandono durante la época colonial, y de luchas civiles y contra invasores extranjeros que se inclinaban –en una época u otra- por suplantar a España en el dominio del Santo Domingo del este de la isla.
Tras la invasión del 14 de junio de 1959, patrocinada por Fidel Castro, Rómulo Betancourt, José Figueres y Luis Muñoz Marín, comenzó a surgir un movimiento conspirativo que resultó tanto de los nuevos tiempos a que se abría la política de Estados Unidos de Norteamérica, como de la inmisericorde matanza a que dio lugar dicha invasión que penetró por tres puntos diferentes de la República, como fueron las zonas costeras del Atlántico, Estero Hondo y Maimón, y el valle intramontano de la cordillera Central, en las cercanías de Constanza; pues a los que no resultaron muertos en las acciones de guerra al penetrar el país, los mataron posteriormente en la base aérea de San Isidro, y señala don Virgilio Álvarez Pina que por instrucciones del hijo mayor de Trujillo, Ranfis, quien era jefe de esa rama armada, y de quien ahora se sabe, por la publicación del libro, que pasó cuenta a su padre por la suma de US$10.0 millones, por gastos en los que debió incurrir por la consumación de estamatanza (Álvarez Pina, Virgilio, “La Era de Trujillo, Narraciones de don Cucho”, Editora Corripio, Santo Domingo, 2008).
Ese movimiento conspirativo cobró fuerza, e involucró a jóvenes de familias del entorno político, social y económico del propio Trujillo, conformerefiere Álvarez Pina, al extremo de que el dictador se sorprendió cuando le fue suministrada la lista de los apresados; pero contra los consejos que les fueron ofrecidos por el sector moderado de su régimen, se inclinó por los métodos más bárbaros e inhumanos a que recurría el jefe de su Servicio de Inteligencia Militar (SIM), Johnny Abbes García. Este autor al que venimos citando dice que “Trujillo obcecado por la influencia de Abbes, no cedía a los constantes reclamos que se le hacían. Por el contrario dio luz verde a las atrocidades del jefe del SIM, a tal extremo que ni militares ni civiles cercanos al régimen se encontraban a salvo” (página 126, ob. Cit.).
“La propia Iglesia Católica, aliada tradicional de Trujillo –dice el autor citado-, hizo sentir a través de dos cartas pastorales su inconformidad por el trato que recibían los presos políticos y por la intranquilidad y angustia que reinaban en la mayoría de los hogares dominicanos” (idem, página 126).
Trujillo se dedicó a hostigar a la curia católica con múltiples procedimientos, incluyendo desaforadas afirmaciones hechas desde programas de comentarios políticos en una radioemisora que instaló con una enorme capacidad en sus equipos transmisores, Radio Caribe; con su asistencia a la inauguración de templos de otras denominaciones religiosas lo cual, si bien no es censurable, lo era en aquel instante, justamente porque esa no había sido su costumbre a lo largo de los treinta años anteriores; con la colocación de letreros insultantes en puertas de templos y casas parroquiales, con el objetivo de amedrentar a sacerdotes que, desde entonces, comenzaron a denunciar en el púlpito, males sociales y políticos vividos por la sociedad.
Algunos Obispos, como Monseñor Francisco Panal, O.F.M., quien encabezaba la Diócesis de La Vega, llegó a recibir a quien, no siendo Presidente de la República era, sin embargo, el jefe supremo de las fuerzas políticas y militares del país, y que mantenía aherrojado al pueblo, en unos célebres oficios religiosos en los que, llamándolo “querido y amado Jefe”, le enrostró parte de lo que decían las cartas pastorales, pero, además, le habló de la pobreza en que vivían familias campesinas, y del temor por los apresamientos a que se sometía, indiscriminadamente, a las gentes. La respuesta fue el inicio de una campaña de embadurnamiento de la casa Obispal y de otras viviendas de sacerdotes, con excrementos humanos. A ello respondió el pueblo, sobre todo de las zonas rurales, rodeando el Templo de la Catedral de La Vega, la residencia del Obispo y otras de las viviendas embadurnadas, con miles de campesinos armados de machetes, a lo cual Trujillo no se atrevió a enfrentar.
A éstas y otras acciones y respuestas, a lo mejor, se debió un intento de mediación del que se encargó a quien escribió la obra citada; pero era evidente que ya era muy tarde, y el propio Trujillo llegó a comprenderlo. Joaquín Balaguer, quien entonces encabezaba el país como Presidente de la República, habría de consignar más tarde, en la apología que pronunció en la primera inhumación de los restos de Trujillo en la Iglesia principal de su pueblo natal, San Cristóbal, que unos días antes le pidió le escribiese un discurso para ser pronunciado en la consagración de un templo de la Iglesia Evangélica Templo de Dios, y le pidió que en ese discurso hablara de la muerte. Ahora, con la publicación de las memorias de Álvarez Pina se sabe que días antes de su asesinato, Trujillo se despidió de él y de otro de sus colaboradores, Rafael Paíno Pichardo, señalándoles que tal vez no lo volverían a ver.
VI. Normativa jurídica.
6.1 Efectos y alcance de los tratados internacionales y su aplicación en el país.
Por mandato del artículo 3 de la Constitución de la República Dominicana, las convenciones internacionales, una vez ratificada por el Congreso Nacional forman parte del Derecho objetivo dominicano, incluida, claro está, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los demás instrumentos de protección a los derechos políticos y civiles del hombre. DE manera específica dicho artículo expresa: “La República Dominicana reconoce y aplica las normas del Derecho Internacional general y americano en la medida en que sus poderes públicos las hayan adoptado”.
Se debate si el Tratado Internacional tiene la misma jerarquía que la ley nacional o si tiene supremacía sobre ella. En ningún momento se ha puesto en duda la jerarquía suprema de la norma constitucional sobre otras normas jurídicas, de la naturaleza que fuere, lo que ha sido reconocido por la Suprema Corte de Justicia, al desconocer disposiciones de un Concordato suscrito por el Estado dominicano y la Santa Sede.
La Corte de Casación ha decidido que “los Tratados internacionales debidamente aprobados por el Congreso tienen la autoridad de una ley internas, en cuanto afecten derechos o intereses privados objeto del acuerdo, por consiguiente, los tribunales no tan sólo tienen el derecho, sino que están en el deber de interpretar los tratados, en la medida en que la aplicación de una de sus clausulas pueda tener influencia en la solución de un litigio de interés privado, esta interpretación, como las de las leyes, está sometida al control de la Suprema Corte de Justicia; que como materia propia de juicio también corresponde a los tribunales resolver, bajo el control de la casación, si un tratado internacional, lo mismo que las demás leyes, son o no compatibles con la Constitución. (sentencia del mes de enero del 1961).
Una propuesta de reforma constitucional presentada a la Asamblea Nacional por el Presidente de la República recientemente, despeja toda duda al respecto, pues la misma instituye el control preventivo de los tratados internacionales, a cargo de la Sala Constitucional, antes de su ratificación, para evitar la aprobación de un Convenio Internacional que fuere contrario a la Constitución de la República.
En principio los Tratados internacionales tienen igual jerarquía que la ley nacional, prevaleciendo el principio de que una ley posterior deroga una ley anterior, aunque en el caso de las convenciones internacionales, tal proceder constituye una violación del Estado dominicano a obligaciones contraídas ante organismos internacionales, con la consecuente responsabilidad para el país.
Sin embargo el Código Procesal Penal, en su primer artículo reconoce primacía, no tan solo a los tratados internacionales, sino además, a las interpretaciones que den los órganos jurisdiccionales “creados por éstos, cuyas normas y principios son de aplicación directa e inmediata en los casos sometidos a su jurisdicción y prevalecen sobre la ley”.
De ser aprobada la propuesta de reforma constitucional antes indicada, la situación variaría considerablemente, pues en ella se plantea que “Los tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos, suscritos y ratificados por la República Dominicana, tienen jerarquía constitucional y prevalecen en el orden interno, en la medida en que contengan normas sobre su goce y ejercicio mas favorables a las establecidas por ésta Constitución, y son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Estado” (artículo 62, numeral 3, del proyecto de reforma constitucional).
No existe en el país una ley regulatoria de la libertad de cultos o de religión. Como ya se ha expresado, la Constitución de la República expresa en el numeral 8, del artículo 8, expresa, que para garantizar la finalidad principal del estado de protección efectivo de los derechos de la persona humana, se garantiza “La libertad de conciencia y de Cultos, con sujeción al orden público y respeto a las buenas costumbres”. También a través del numeral 15 de dicho artículo el Estado se compromete a dar la mas amplia protección posible a las personas para robustecer su vida moral, religiosa y cultural. Se trata del enunciado de un derecho y de una obligación , que han debido ser regulados por una ley adjetiva, que señale sus alcances, efectos y garantice su pleno disfrute, con la imposición de sanciones para quien lo viole.
Sin embargo esa ley no existe, lo que no implica que no se encuentren los mecanismos para su viabilidad, pues el mismo se encuentra insertado de manera dispersa en normas legales referentes a instituciones del Estado, o la regulación de otros derechos, como son la Ley Orgánica de la Secretaría de Estado de Educación, la Ley que crea el Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y adolescentes, Ley de Protección a la mujer, la que crea el Régimen Penitenciario y el propio Código Penal.
A esto debemos agregar que como consecuencia de la fuerza reconocida a los convenios internacionales, de lo que ya hemos hablado anteriormente, han de aplicarse las normas de éstos que se refieren al asunto.
En ese sentido constituye un mandato legal, el contenido del artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre del 1948, el cual dispone: “ Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”,
En ese mismo orden de ideas, “nadie será objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la religión
o las creencias de su elección”, como no es posible desconocer la libertad de los padres, “para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, como lo dispone el también artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, del 16 de diciembre del 1966, por haber sido ambos instrumentos de protección a los derechos humanos aprobados por nuestro órgano legislativo.
Esas normas productos de convenciones internacionales, así como las consagradas en las Reglas Mininas para el tratamiento del delincuente, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, Convención sobre los Derechos del Niño, La Convención Interamericana sobre Concesión de los Derechos Políticos de la Mujer, encuentran plasmadas, en algunos casos, casi textualmente en la legislación interna, como veremos mas adelante.
6.2. Derecho a la Libertad religiosa o a la religión cristiana?
Hay que resaltar que si bien la Carta Sustantiva de la Nación reconoce la libertad religiosa, sin plantear excepciones, ni el tipo de religión a que se refiere, existen leyes que enfatizan que ésta debe estar basada en los principios cristianos, todo apunta a que el constituyente al concebir la libertad de cultos pensó en los principios cristianos, de donde que se deriva que el articulo 96 de la Constitución de la República, precisa que el escudo nacional deberá llevar en el centro el libro de los evangelios, abierto con una cruz encima, debiendo contener la leyenda “Dios, Patria y Libertad”.
Algo similar encontramos en la Ley General de Educación 66-97, del 9 de abril del 1997, la cual en uno de sus principios proclama que “todo el sistema educativo dominicano se fundamenta en los principios cristianos evidenciados por el libro del Evangelio que aparece en el Escudo Nacional y en el lema “Dios Patria y Libertad”.
De ahí que podría interpretarse que nuestra libertad religiosa se enmarca dentro de los principios cristianos, aunque, hemos de admitir, en nuestra normativa jurídica no hay ninguna alusión a esa restricción, la cual por demás no lo permiten los instrumentos de protección a los derechos humanos de los cuales es signatario el país, pero en el ánimo de quien hace uso de la misma se encuentra esa limitación, desconociéndose la práctica, por lo menos a nivel público de creencias religiosas contrarias a los principios cristianos.
La Libertad religiosa, vista por el legislador constitucionalista, era la libertad de la practica de la religión católica, pues la Carta Magna de la Nacion preconizaba que ésta era la religión del Estado, limitando el ejercicio de otros cultos al ámbito de sus templos, lo que permaneció hasta el año 1924, cuando el artículo 9, acápite 10 de la Constitución estableció la libertad de cultos, sin esa limitante.
Esa incentivación de la practica de la religión cristiana, que nos induce a pensar que la libertad de cultos en el pais se ha instituido teniendo en cuenta esa religión, se resalta en el contenido de la Ley 44-00, del 6 de Julio del 2000, que establece la obligación de la lectura de una porción o texto bíblico a los estudiantes a nivel inicial, después del izamiento de la Bandera y entonación del himno nacional.
De igual manera se dispone la impartición de instrucción biblica por lo menos una vez a la semana, en base a programas propuestos por la Conferencia del Episcopado Dominicano, en representación de la Iglesia Católica y la Confederación Dominicana de la Unidad Evangélica, que agrupa a los profesantes de otras ramas del cristianismo no católico.
La libertad de cultos se garantiza porque se ofrecen dos programas de instrucción bíblica individuales, uno por cada órgano o autoridad religiosa competente y porque los padres de los alumnos pueden ser liberados de esa obligación, si lo solicita por declaración escrita.
Como fundamento para adoptar esa medida legislador considera que el Libro del Evangelio o Biblia es la fuente primigenia y esencial de los principios y valores cristianos y que “es la colección de libro mas importante de la historia de la humanidad y considerada, en el aspecto literario como el aporte mas importante a la cultura universal.
6.3 Leyes adjetivas que reconoce libertad religiosa.
6.3.1. Sistema educativo
La Ley que organiza y regula la educación superior hace un reconocimiento a la libertad religiosa y es mas explicita que otras disposiciones que tratan el tema al precisar que “los padres o los tutores tienen el derecho de que sus hijos o pupilos reciban la educación moral y religiosa que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, advirtiendo quela “enseñanza moral y religiosa se guiará con sujeción a los preceptos constitucionales y a los tratados internacionales de los cuales el Estado Dominicano es signatarios.
La ley autoriza a las escuelas privadas a ofrecer formación religiosa, de acuerdo a su ideario pedagógico, pero debiendo respetar la libertad de conciencia. Para las escuelas públicas crea la obligación de impartir enseñanza religiosa de acuerdo con los convenios internacionales, permitiendo que los padres soliciten que sus hijos sean exentos de la misma, pero plantea la elaboración de programas alternativos en estos casos, de acuerdo con las autoridades religiosas, pero sin precisar cuales son esas autoridades.
La ley crea una Junta Regional de Educación y cultura, tendiente a definir, fomentar y supervisar el desarrollo de la educación, entre cuyos miembros directivos se encuentran un representante de la Iglesia Católica y un representante de las iglesias cristianas, no católicas.
6.3.2. Niños, Niñas y Adolescentes:
Aunque no contiene muchas alusiones a la libertad religiosa, limitándose a mencionar el derecho a la religión, el Código que instituye un sistema de protección para éstos, declara que ellos “gozan de todos los derechos fundamentales consagrados a favor de las personas, especialmente aquellos que les corresponden en su condición de persona en desarrollo, y los consagrados en este Código, la Constitución de la República, la convención de los Derechos del Niño y demás instrumentos internacionales” (art. 1), de donde se deriva la fuerza de ley que tiene el artículo 14 de esa convención, que garantiza la libertad de conciencia y religiosa, obliga a los Estados a respetar la voluntad de los padres en la formación religiosa de ellos limita la libertad de profesar la propia religión, son en los casos que haya que proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud pública o los derechos y libertades fundamentales de los demás, siempre teniendo en cuenta el alto interés del menor.
6.3.3. La libertad de cultos y el Código Penal.
El Código Penal en su artículo 260, sanciona a los que con amenazas
o vías de hecho obligaren o impidieren a una o mas personas, el ejercicio de la religión católica, de uno de los cultos tolerados en la República, o la asistencia al ejercicio de esos cultos y a los que del mismo modo impidieren la celebración de ciertas festividades o la observancia de los días de precepto, con una multa de diez a cien pesos y prisión correccional de seis días a dos meses; También el artículo 261, dispone que “los que por medio de violencias, desorden o escándalo, impidieren o turbaren el ejercicio del culto católico, y de los autorizados por la ley, dentro o fuera del templo o lugar destinado para ese ejercicio, serán castigados con la pena de prisión de seis días a dos meses y multa de diez a cien pesos.”
Mientras que el 336, sanciona a las personas que incurran en discriminación contra una persona física o moral por pertenecer a una religión determinada, con la pena de dos años de prisión y cincuenta mil pesos.
Se observa que los delitos contra el libre ejercicio de los cultos, deben ser dirigidos contra el ejercicio de la religión católica o de uno de los tolerados en la República, lo que implica que no todos los cultos son susceptibles de ser ejercidos en el país.
Pero de igual manera el Código Penal castiga a los sacerdotes y ministros de cultos que, en el ejercicio de su ministerio, o en asambleas públicas, pronunciaren discursos vituperando o censurando las medidas del gobierno, las leyes, decretos o mandamiento e poderes constituidos o cualquier otro acto de autoridad publica, con prisión correccional de tres meses a dos años.
Esa sanción es una clara violación al derecho de expresarse que tiene la persona y atenta contra la libertad de cultos, pues tiene un carácter de intolerancia al sancionar críticas que se formulen a quienes detenten el poder público y restringen el derecho de los profesantes de expresar libremente sus ideas religiosas.
6.3.4. Régimen Penitenciario.
Basado en Las Reglas Mininas para el Tratamiento de los reclusos, aprobadas por el primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del delito y tratamiento del delincuente, el 30 de agosto del 1955, la Ley 224, del 26 de junio del 1984, que crea el Régimen Penitenciario, garantiza a los reclusos el derecho a comunicarse y mantener contacto con representantes autorizados de su religión y, en la medida de lo posible, autorizar “a todo recluso a cumplir los preceptos de su religión, permitiéndole participar en los servicios religiosos organizados en el establecimiento y tener en su poder libros piadosos y de instrucción religiosa”, disponiendo que toda actividad religiosa de los reclusos deberá ser absolutamente voluntaria.
VII. Libertad de Cultos y los tribunales de justicia.
La peculiaridad de la libertad de cultos se advierte en algunas de las actuaciones de los tribunales de justicia. Frente al magistrado que preside las audiencias de un tribunal está presente un crucifijo, con la imagen de Jesús, frente al cual han de jurar aquellas personas que depongan como testigos en un proceso cualquiera.
Aunque el juramento es de decir la verdad sobre los hechos conocidos, sin exigirse ninguna invocación especifica, la naturaleza y origen del juramento es religioso y podría constituir un atentado al derecho de las personas que no comulgan con ninguna religión.
Son escasas las decisiones de los tribunales sobre cuestiones que atañen a la libertad de cultos. Aunque se han producido sanciones contra grupos religiosos, el enmarcado de la imputación no ha sido la practica de un rito o culto determinado, sino por atentar a las buenas costumbres o la instigación a la realización de actos ilícitos o profanación a los símbolos patrios.
La sentencia mas notoria en cuanto al reconocimiento de la libertad de cultos, fue dictada por la Suprema Corte de Justicia, el 30 de abril del 1926 declarando que el mandato de la Ley 175, que obligaba a los empleadores a conceder un descanso dominical a sus trabajadores, precisando que “la abstención del trabajo en los domingos y otros días de fiesta, es un precepto de carácter religioso que no puede ser convertido en una ordenación de la ley civil, desde el momento en que la Constitución consagra la libertad de conciencia y la libertad de cultos; y eso es lo que hace la Ley 175 al imponer el cierre a los establecimientos comerciales, industriales y fabriles durante el día domingo, y durante los días de fiestas religiosas, declarados días de fiesta legal”;
VIII. Libertad religiosa y la preeminencia católica.
El hecho de que la conquista y posterior colonización de parte de España de la Isla de Santo Domingo, fuera con la participación de sacerdotes y otros representantes de la Iglesia Católica y la presencia de esa iglesia en los posteriores episodios de nuestra historia, trajo como resultado un predominio del catolicismo en relación a otros creyentes, no sólo en labores confesionales sino en la dirección del país, el cual ha sido gobernado por altos dignatarios eclesiásticos:
Algunas de nuestras Constituciones han calificado a la católica como la religión oficial del Estado dominicano, prohibiendo la práctica de otras religiones o condicionando su ejercicio al ámbito de sus templos, lo que obviamente arroja un beneficio a su favor.
Para ese predominio, se ha tenido en cuenta la gran presencia de católico en la población dominicana y la escasa presencia de otros núcleos. En su “informe anual de libertad de cultos 2008”, referente a la República Dominicana, del Gobierno Norteamericano se expresa que “La denominación religiosa mas grande es la Iglesia Católica Romana. Los protestantes tradicionales, los cristianos evangélicos (particularmente las Asambleas de Dios, la Iglesia de Dios, los Bautistas, los Pentecostales), los Adventistas del Séptimo Dia, los Testigos de Jehová, y la Iglesia de Jesús de los Santos de los últimos días (Mormones) tienen una presencia mas pequeña, pero generalmente creciente”.
El informe cita una encuesta realizada en el 2006, que concede a los católicos el 68.9% de la población, a los protestantes evangélicos el 18.2%, mientras que los que afirman no profesar ninguna religión asciende al 10.6%.
Teniendo en cuenta esa realidad, el Estado dominicano firmó en el año 1954 un Concordato con la Santa Sede, en el cual se expresa que “la Religión Católica, Apostólica, Romana, sigue siendo la de la Nación dominicana y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”, algo muy parecido a lo que expresaban las anteriores Constituciones, en el sentido de que la Religión del Estado era la católica.
Ese convenio ha sido impugnado por otros grupos religiosos, al considerarlo discriminatorio y atentatorio contra los principios de igualdad y equidad que consagra la Constitución dominicana, atribuyéndole conceder privilegios y prerrogativas a la iglesia católica que no le son concedidos a ellos, entre los que mencionan a) Convertir a la Iglesia Católica en religión oficial del Estado Dominicano; b) otorgar privilegio al Nuncio Apostolico de la Santa Sede de ser Decano del Cuerpo Diplomático; c) Reconocer a la Iglesia Católica el carácter de Sociedad Perfecta, privilegio, lo que no reconoce a otra iglesia; d) Concesión ipso facto de personería jurídica a instituciones o asociaciones religiosas católicas, mientras las demás debe seguir un procedimiento de incorporación legal; e) Obligación del Estado de construir la Iglesia Catedral o prelaticia y los edificios adecuados que sirvan de habitación del Obispo o Prelados Nullios, en desmedro patrimonio del Estado Dominicano; f) subvención mensual para los gastos administrativos y arquidiocesanos; g) privilegio al exonerar de cualquier tasa o impuestos de inmigración a los religiosos y religiosas católico‐romano que ingresen al territorio dominicano; h) otorgamiento del privilegio de celebrar matrimonio con pleno efectos civiles, lo que no le reconoce a oficiales y pastores de otras comunidades religiosas; i) brindar protección especial a los ministros de la Iglesia Católica y a los demás no; j) eximir a los clérigos y religiosos católicos a asumir cargos públicos y funciones que según las normas del derecho canónico
La Suprema Corte de Justicia, máximo tribunal de justicia, con capacidad para conocer el recurso de inconstitucionalidad, aun no ha emitido una decisión al respecto, lo que se espera haga en los próximos días.
°ES Licenciado en Teología. Actual Vice‐rector Académico de la
Universidad Tecnológica de Santiago. (UTESA.
°°Es Doctor en Derecho. Actual Juez de la Suprema Corte de la República Dominicana.
Trabajo presentado en el decimoquinto simposio internacional anual del Derecho y de la religión, celebrado en UTAH, USA., los días 5 al 8 de octubre del 2008, organizado por el Centro Internacional de Estudios de Leyes y Religión de Brigham Young.
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